El 28 de septiembre, los almirantes aliados declararon bloqueados los puertos y costas de la provincia de Buenos Aires; tenían en su poder la isla de Martín García y libre la navegación del río Uruguay y se disponían a abrir a cañonazos la navegación del Paraná. Rosas resolvió movilizar las milicias de la costa, que reforzó con algunos batallones de la guarnición porteña, y puso estas fuerzas bajo el mando de su hermano político, el general Mansilla, con la misión de detener desde tierra el avance de las fuerzas navales aliadas aguas arriba del Paraná.
Mansilla, poseído de singular patriotismo, reunió a su pequeños ejército en la Vuelta de Obligado, cerca de San Pedro, donde improvisó algunas baterías y aprovechó el tiempo, mientras la escuadra aliada avanzaba hacia el Norte para tender de costa a costa una cadena formada por más de veinte lanchones, botes y chatas, de modo de entorpecer, siquiera el avance de los grandes barcos enemigos.
El 20 de noviembre, los buques franceses e ingleses, con 113 cañones del nuevo sistema, de los calibres de 14 a 80, atacan las baterías: Los defensores de éstas sólo tienen 35 cañones de antigua construcción, entre los de batería y tren rodante de los calibres 4 a 24. El capitán de navío Tréhouart comandaba las fuerzas francesas de ataque y el capitán Hotham, las inglesa. Lucio N. Mansilla dirigía personalmente la defensa.
El combate fue tan reñido como sangriento y duró nueve horas, con un fuego incesante, en el que se lanzaron varios miles de proyectiles. El arrojo del capitán inglés, que se adelanta en un bote y corta las cadenas de las embarcaciones acordadas, dando lugar a que sus barcos franquearan las baterías, decidió la victoria a favor de los atacantes. Algunos buques fueron totalmente acribillados y puestos fuera de combate y las baterías arrasadas y tomadas en medio de una horrorosa mortandad de argentinos, franceses e ingleses. El general Mansilla cayó herido de un balazo en el pecho, en momentos en que, a la cabeza de sus soldados, encabezaba un ataque a la bayoneta contra las tropas aliadas que desembarcaban. El jefe argentino certificaba así, con sangrante testimonio, la gaucha decisión de ese puñado de valientes dispuestos a morir en la demanda antes que dejarse avasallar. Las sombras de la noche se tendieron sobre el campo de la cruenta acción, cubriendo piadosamente los cuerpos de vencidos y vencedores. Los extranjeros habían logrado su objetivo táctico, pero los sobrevivientes criollos se retiraron, protegiendo con denuedo la bandera incólume.
El paso del Paraná quedó expedito para los invasores, pero aprendieron allí que no era fácil la empresa de conquista. Frente a la superioridad técnica, frente al avasallador poder de sus buques y armamentos, estaba una inquebrantable firmeza hecha de heroísmo, digno de la epopeya.
Caillet Bois ha dicho que el recuerdo de esta acción “subsistirá como lección saludable a las veleidades de la intrusión extraña”. Tal fue el comentario de América y aún de la prensa mundial, que entonces se ocupó como nunca de las cosas del Plata y rodeó el nombre de Rosas con un prestigio de americanismo que de inmediato consolidó su situación política.
Es que hay derrotas que honran. Y Obligado es de esas.
Sobre la barranca que se alza en las márgenes del Paraná queda flotando el símbolo de nuestra soberanía jamás declinada por los argentinos y que las generaciones que se suceden sabrán conservar en la plenitud de su integridad.