El reconocimiento personal es uno de los modos más profundos de afirmar
al otro en la existencia. Quien reconoce al otro, del mismo modo que lo hace el
amor, torna verbo el pensamiento que reza: “que bueno que existas”. El
reconocimiento es motor motivacional, porque en el fondo y desde nuestra óptica
personal, la filosofía tiene que ver con la tarea de partir el pan y no con la
gula autocomplaciente. Alberto Buela ha sido muy generoso con nosotros, no solo
porque nos ha reconocido en la tarea intelectual sino porque nos alienta a
tomar la posta en esta hora de la historia nacional.
Animados por esta gratitud, damos forma a esta breve meditación de
contraste y de unidad. El propósito del presente trabajo es recrear un diálogo
conceptual entre Nimio de Anquín y Alberto Buela, un diálogo que abreva en la
convergencia de la noción de cultura como ese modo peculiar de ser en el mundo.
Nimio de Anquín y Alberto Buela. Uno cordobés, el otro, hombre del
terruño bonaerense, casi a caballo entre el escenario rural y el empedrado del
sur de Buenos Aires, ese empedrado al que le escribió Julián Centeya, el hombre
gris de Buenos Aires. Uno nació en 1896, el otro en 1946, es decir,
exactamente medio siglo después. Uno fue un tape morocho y bajito, el otro
esgrime un porte de metro ochenta y manos grandes, que saben tanto de la fragua
de herraduras equinas como del perfume dulce de los libros que siempre esperan
silenciosos las caricias humanas. Ambos fueron profesores universitarios, pero
después de su retiro de las aulas, uno parecía meditar desde la soledad de un
retiro permanente, el otro, no acalla su voz desde las mil formas que ofrece
hoy la vida civil. Uno publicaba poco, el otro ofrece a la Argentina, con ambas
manos sus intuiciones compulsivas. Uno brilló en el proscenio filosófico de una
Argentina culta y vertical, el otro alza su voz disonante en medio de la
chatura de una Argentina decadente. Los une a ambos, un incondicional amor por
Aristóteles y la filosofía clásica, sus desvelos por nuestra América y sus renuncias
ante las mieles acomodaticias del poder.
Es verdad que existe un fondo de sabiduría común entre los hombres, esas
intuiciones que uno al parirlas, cree ingenuamente en una auténtica
originalidad personal hasta que descubre que otro lo elaboró antes que
nosotros, incluso con mayor fineza. No obstante, más allá del derrocamiento del
ego, un consuelo sobrevuela a ese descubrimiento: el estar en la senda de una
verdad compartida.
En estos tiempos de estudios concentrados en la obra de Max Scheler, llegó
a nuestras manos un texto titulado Die Formen des Wissensund die Bildung,
editado en castellano con el nombre de El saber y la cultura. Allí, el
filósofo muniqués, medita sobre la esencia de la verdadera cultura y las
vicisitudes del hombre culto. Es un texto de ruptura en el que Scheler
abandona casi violentamente el trasfondo cristiano de su pensamiento
esgrimido en la segunda década del siglo XX y gira hacia un panenteísmo no
excepto de espiritualidad. En ese breve trabajo presentado bajo la modalidad de
una conferencia, dice Scheler:
“Culto no es quien sabe y conoce “muchas” modalidades contingentes de
las cosas, ni quien puede predecir y determinar, con arreglo a las leyes, un
máximo de sucesos –el primero es el “erudito” y el segundo el “investigador”-,
sino quien posee una estructura personal, un conjunto de movibles esquemas
ideales que, apoyados unos en otros, construyen la unidad de un estilo y sirven
a la intuición, el pensamiento, la concepción, la valoración y el tratamiento
del mundo”.
Y concluye Scheler:
“Esos esquemas anteceden a todas las experiencias contingentes, las
elaboran en unidad y las articulan en el todo del “mundo” personal”.
Estas condiciones que Scheler dispone para la consideración del hombre
culto se dan en los autores que intentamos abordar en estas líneas. ¿Había
erudición en de Anquín? ¿Quién se atrevería a negarlo? ¿Hay ingentes horas de
investigación en Buela? Desde luego. Pero más allá de estas cualidades, creemos
que existe en ambos esa “unidad de estilo” que empapa “el todo del
mundo personal” de ambos filósofos argentinos.
En torno a la figura de Nimio de Anquín, su coterráneo Alberto Caturelli
distingue dos períodos netamente diferenciados en su despliegue intelectual: el
primero se extiende aproximadamente entre 1921 a 1951 marcado por su viaje a
Europa y su paso por la Universidad Alemana. El problema de la ciencia, como
tema de honda presencia epocal, no empañó jamás su talante metafísico, el mismo
que impregna todas sus meditaciones y que bebió en las fuentes de Tomás
de Aquino. A su vez, su sesudo conocimiento de Aristóteles se trasunta en
interpretaciones originales aunque no menos polémicas. Como nota de color, vale
recordar que antes que el mundo hispano conozca los grandes estudios sobre el
Estagirita, de Anquín ya conocía el abordaje del Aristóteles “genético”
elaborado por Werner Jaeger. Un segundo período en el pensamiento del
filósofo cordobés, que se abre paso lentamente a partir de la década del
cincuenta, está caracterizado por aquello que podría denominarse un
“ontismoinmanentista”, esto es, la aseveración que no hay en verdad una
autonomía ontológica de los entes que participan del ser sino una continua
generación de los mismos en la inmanencia del ser que es siempre el mismo. Como
puede intuirse, las nociones de analogía y participación, creación o emergencia
del ser desde una vacilante luz auroral, minan el campo meditativo de Nimio de
Anquín. Por razones de espacio y esencia del presente trabajo, no es
nuestro propósito desarrollar el pensamiento de Don Nimio, sino concentrarnos
preferentemente en uno de sus textos más brillantes que puedan oficiar de ágora
dialogal con algunas intuiciones de Alberto Buela en el mismo terreno. Nos
referimos a su trabajo de 1953 titulado “El ser visto desde América”.
Allí, de Anquín expone la tesis que lo americano se caracteriza por expresar la
co-pertenencia del ente humano a la naturaleza y esto lo sitúa en íntima
cercanía con los presocráticos.
Luego de plantear en el inicio de su trabajo que el ápice de la
filosofía es la Metafísica y que para buscar el Ser es necesario tener la
vocación del Ser, vocación que esencializa el acto filosófico, de Anquín medita
sobre los procesos históricos en orden a ese llamado del Ser. Escribe el
filósofo cordobés:
“En la economía de la historia occidental, así como el judío aparece
como el pueblo predestinado sobrenaturalmente, el griego se ofrece como
el pueblo que tuvo la conciencia natural del Ser. […] Así como para los
judíos Jahvé estaba allí, anterior a todo y
cual razón de todo, así para los griegos el Ser era una presencia en que
radicaba la razón y el fundamento de todo. […] La conciencia del Ser pasó del
mundo agonizante del helenismo al mundo naciente medieval por sobre el puente
de la conciencia judaica de don”.
Como puede observarse, de Anquín asigna al pueblo griego la conciencia
natural del Ser, pero al modo como lo hará Heidegger algunos años antes o
incluso Nietzsche en las últimas década del siglo XIX, esa vocación metafísica
brilla previa a las concepciones de Platón o Aristóteles, esto es, en los
presocráticos, etapa imprescindible en el desarrollo del principio del Ser. La
apología anquiniana sobre este período histórico de meditación filosófica es
contundente:
“Cuando se dice con ligereza que éstos pensadores no se plantearon el
problema del ser, no se advierte no sólo que tenían auténtica vocación del ser,
sino que se adormecieron en él. Pero eso sí, no eran filósofos que hubieran el
SER trascendente sino filósofos del Ser individual existente por debajo de la simplex
apprehensio”.
Esta aseveración se funda en lo siguiente: si el ente es lo que
primeramente capta la inteligencia humana, todo el quehacer vocacional
metafísico tiene por fundamente el ente. Pero, ¿de dónde sale el ente? Es claro
que de sí mismo no puede salir, entonces debe provenir de otro y ese otro es el
Ser, es decir, el ente es naci-ente, emerge del Ser, fundamento de todo ente.
Por esta razón, con acertado criterio, se llamó también a los presocráticos, físicos,
atendiendo a su sentido etimológico, porque φύσις
(phýsis) significa el acto de emerger. Para de Anquín, en sentido
originario, la φύσις es el proto-Ser desde donde las cosas emergen. Ahora bien,
y aquí viene la médula de lo planteado por nuestro autor: vocación no es
actualización, sino llamado. Por eso, de Anquín expresa que los primitivos físicos
eran en realidad proto-físicos pero no metafísicos. La sentencia de Tales de
Mileto que reza “todo esta lleno de dioses” o el poema de Parménides
sobre la Naturaleza, expresan para Nimio de Anquín un pensamiento físico pero
no metafísico, pero físico en el sentido antes abordado, de una
Naturaleza que abre y engendra, de una Naturaleza que se resiste a la clausura
que impone el tornarla objeto de cálculo.
De Anquín rescata la famosa sentencia hegeliana
expuesta en la introducción a la Filosofía del Derecho y reivindica en ella su
verdadero sentido histórico por sobre su figura meramente literaria: “El
búho de Minerva despliega sus alas al comienzo del crepúsculo”. Tomando
esta imagen, medita De Anquín:
“En Grecia, el movimiento filosófico adulto adviene
en el Siglo V o IV, es decir, cuando aquella nación daba su gran resplandor
poco antes de entrar en el ocaso. […] Otro tanto puede
afirmarse de la filosofía de Santo Tomás de Aquino (que no creo sea
precisamente el tomismo). El Aquinate construye su obra en el momento de
disgregación de la Cristiandad. […] La gran Escolástica pierde su unidad bajo
la crítica implacable del escotismo y el ockhamismo. El renacimiento y la
reforma traducen la crisis del espíritu cuya personificación está en Descartes
y Kant. Pero el gran filósofo del crepúsculo del mundo moderno es Hegel (el de
la Fenomenología del Espíritu). […] Descartes y Kant, como “moderni” son
auténticos, pero ambos fueron los artesanos de la gran obra que construiría
Hegel, poderosa cabeza metafísica. Descartes y Kant son artesanos, pero Hegel
es arquitecto”.
Todo esto –señala de Anquín- es válido para Europa,
una Europa que el filósofo cordobés pone bajo tela de juicio pues la misma
madurez hegeliana es signo de crepúsculo.
En este sentido, la ontología de Heidegger y su regreso a la Ur-Metaphysik
o mucho más el grito ahogado de Kierkegaard constituyeron una reacción contra
la mismificación hegeliana y la temible presencia del Espíritu absoluto.
La pregunta surgente que constituye el aporte más
original de Nimio de Anquín y que nos posibilitará el engarce con los aportes
personales de Alberto Buela es la siguiente: ¿Vale esta visión para nosotros y
para nuestra Hispanoamérica? Responde de Anquín:
“Pensar como americanos significa filosofar
auténticamente, pero, en tal caso, también las posibilidades no son muchas. La
novedad de América nos inclina a pensar en un presocratismo americano semejante
al griego, aunque no igual”.
Y desde Hispanoamérica, de Anquín baja a la
realidad argentina donde la sentencia parece cruda, aunque esa ubicuidad puede
abrir, no obstante, nuevos horizontes:
“La infancia espiritual de nuestro país lo coloca
en la línea de Tales de Mileto. Esa es la realidad, y no es posible forzar la
historia”
La “infancia espiritual”, término
proveniente de la espiritualidad cristiana, es aquella que nos hace tomar
conciencia de nuestra filiación, de nuestras riquezas y también y sobre todo de
nuestro límites. Es aquella que hace decir al hombre de Fe, ante Dios, “Papito”
como el niño que tiernamente reconoce que la autoridad está fundada en el amor.
La infancia espiritual es pequeñez, claro, pero también es principio de
sabiduría o si prefiere, “docta ignorancia” como escribió el Cardenal de Cusa.
Sobre esta base se inscribe el sentido de la cultura. Volvamos un momento a la
obra de Scheler que expusimos en el comienzo de este trabajo pues se halla en
íntima solidaridad con esta concepción de la infancia espiritual como esencia de
nuestra cultura:
“La cultura soberbia, el saber orgulloso, es a
priori incultura, y más aun la presunción. […] El auténtico saber culto sabe,
pues, siempre con exactitud qué es lo que no sabe”.
Hablábamos algunas líneas arriba sobre el aporte original del filósofo
mediterráneo en la comprensión de la singularidad americana. Podemos traducir
ese aporte pero asumimos que nunca estará mejor expresado que con las propias
palabras del autor:
“El Ser visto desde América es el Ser singular en su
discontinuidad fantasmagórica. El americano es un elemental y sus pensadores
representativos se asemejan a los físicos presocráticos. […] Quien filosofe genuinamente como americano no
tiene otra salida que el pensamiento elemental dirigido al Ser
objetivo-existencial, a la realidad fantasmagórica e ininteligible, cargada de
potencia y de intencionalidad máxima. Y este pre-socratismo americano será, al
cabo, una contribución a la recuperación del sentido greco-medieval del ser”.
Nos preguntamos: ¿Cómo podemos captar la tremenda y
sugerente imagen anquiniana del Ser en su “discontinuidad fantasmagórica”?
Apelamos, por fidelidad, a un pensador
presocrático. Dice Heráclito:
Τὰδὲ πάντα οἰακίζει Κεραυνός. (Frag. B
64) - El relámpago lo gobierna todo.
Se abren aquí dos posibles lecturas, una dirigida a la naturaleza del
Κεραυνός, esto es, a contemplar al relámpago como ley suprema. Otra
lectura es aquella que nos invita a contemplar el escenario donde el
relámpago de manifiesta.
En una noche de tormenta en el campo: ¿qué efecto produce el relámpago?
El relámpago aparece, ilumina un momento y se retrae. En este doble juego del
aparecer y el sustraerse, el relámpago muestra las cosas y a su vez, vuelve a
sumirlas en la oscuridad. Ahora bien: ¿No es acaso bajo esa tensión de luz y
oscuridad cómo nuestro conocimiento se asoma al mundo? ¿No vamos acaso como al
tanteo entre lo que se nos aparece en su diafanidad y en lo que se nos vela? La
absoluta diafanidad intelectual parece cosa germana más que americana,
nosotros, como dice de Anquín, vamos tras el Ser que se retrae y comparece en
el ente. En la oscilación de ese péndulo,
también se muestra la verdad. Hasta aquí, De Aquín.
Alberto Buela, toma la posta de Don Nimio y rescata su figura olvidada
en la filosofía argentina. Quienes compartimos su verba generosa, lo hemos oído
decir varias veces. “Nadie como de Anquín”. Buela también medita
sobre la esencia del pensamiento americano. América, para Buela, es matriz, la
define como lo “hóspito", es decir, aquella que recibe. Su perfil
espiritual es la simbiosis de las razas, pero ser americano es también hacerse
americano.
Para Alberto Buela, nuestro pensamiento debe ser situado, y esa
condición requiere 3 enclaves fundamentales:
- La preferencia de nosotros mismos,
aspecto que no se erige como acto de soberbia intelectual sino como
antídoto ante aquello que él mismo llama la “tara” de la filosofía,
esto es, la imitación.
- El geniusloci, expresión tomada del poeta
Virgilio y que resume en tres elementos el perfil de un pueblo: clima,
suelo y paisaje.
- Las tradiciones nacionales,
garantía no de cerrazón sino de fidelidad a lo propio que es a la postre,
garantía de universalidad. “Pinta tu aldea y pintarás el mundo" reza
la sentencia atribuida a Tolstoi. La tradición es abordada aquí no como
algo pétreo sino como principio activo de identidad, pues como decía
Chesterton, la tradición es mantener el fuego encendido, no venerar las
cenizas. Desde el pensamiento de Buela, la tarea será pensar la identidad
como ipse y no como ídem.
En estos tres enclaves fundamentales, se asienta el verdadero sentido
del término cultura. Tenemos un desde donde que exige cultivo y
que está orientado al orden periódico del fruto. Al respecto escribe nuestro
arkegueta criollo:
“Luego de haber arado, rastreado, sembrado regado y esperado, aparece lo
mejor que da el suelo: fruto, que cuando es acabado, cuando está maduro, es
decir, perfecto, decimos que el fruto expresa plenamente la labor y entonces
nos, gusta”
La cultura entonces, queda claro, es un hacerse, un manifestarse uno
mismo. La cultura genuina, que experimenta el saber gozado, es don y tarea,
pues como dice Buela (que como de Anquín, nunca renuncia al pensamiento
metafísico): “el ser es lo que es, más lo que puede ser”
El pensamiento de Nimio de Anquín sobre América es para Buela, el primer
y fundamental aporte argentino a la filosofía iberoamericana de la liberación.
Sobre esta aseveración, asienta su crítica al proyecto filosófico que tomó el
nombre de Filosofía de la liberación y cuyas figuras más representativas
son Arturo Roig y Enrique Dussel entre otros. Nos preguntamos entonces: ¿Cuál
es la tesis fundamental de Alberto Buela al abordar el estudio de esa línea de
pensamiento? Citamos sus propias palabras, plenas de acritud e ironía:
“El secreto mejor guardado de la filosofía argentina es el que han
realizado los pseudos filósofos de la autodenominada filosofía de la liberación
cuando se autotitulan discípulos de Carlos Astrada (marxista-maoísta) y borran
la influencia de Nimio de Anquín, por considerarlo
nipo-nazi-facho-falanjo-peronista”.
La imagen que Buela toma para expresar esta actitud de omisión, o mejor
aun, de velamiento de la influencia anquiniana, surge de la observación de la
naturaleza, realidad ineludible para un hombre de campo: es la actitud del
zorro que con su cola borra en el monte las huellas del camino.
Los puntos doctrinales de divergencia entre Buela y la llamada filosofía
latinoamericana de la liberación, son varios, pero por razones
pedagógicas podemos resumirlos en tres ítems, a saber:
- El abordaje nominal de América.
Para Buela, el término “Latinoamérica” es erróneo y no exento de
elementos ideológicos de manipulación. El concepto de latinidad es una
invención de Michel Chevallier, consejero de Napoleón III para intervenir
con “legitimidad” en la América Española. Los latinos, son los habitantes
del Lacio, nosotros somos hispanoamericanos, indoibéricos si queremos
resaltar el aspecto indígena y nuestra cultura de síntesis o en su
defecto, iberoamericanos para incluir al Brasil, ese gigante de América.
“Latinoamérica” es una categoría político ideológica y su consecuencia es
extrañarnos por el nombre. Esta “batalla semántica”, parece hoy
perdida.
- La filiación filosófica de América. La
originalidad del pensamiento americano no significa el absoluto divorcio
con las grandes categorías que nos han venido de Europa y que ya son
clásicas a la hora de hacer filosofía. No se puede pensar desde la tabula
rasa de una absoluta independencia, porque dicha escuela, tampoco lo hace
al leer la historia bajo categorías marxistas. Como corolario destacamos
que otro es el juicio que Buela expone sobre pensadores como Rodolfo Kush
o Metol Ferré.
- La simbiosis cultural de América.
Frente al multiculturalismo, Buela propone la interculturalidad. En este
concepto queda salvado el derecho a las diferencias frente a la
homogenización de las culturas.
Creemos que una prolija y pasional síntesis de lo dicho hasta aquí, se
rubrica en las palabras del propio Buela:
“Nosotros nos inscribimos en esta tradición de pensamiento como hombres
del campo nacional, como pensadores populares católicos y como nacionalistas de
Patria Grande. Y ante el mundo uno, no nos queda más salida que el
ejercicio del disenso y el rescate de las identidades, en el marco de una
traducción cultural tan específica como la de nuestra ecúmene hispanoamericana”
Repetidas veces hemos dicho ante nuestros alumnos que guardamos un deber
de gratitud no solo a los grandes pensadores, sino a aquellos que nos han
llevado a los grandes. Esa apertura de horizontes es la auténtica tarea del
maestro, es una vocación icónica, no idolátrica, porque la vocación del
magisterio es como la del amor: ser cristal transparente para ver más allá y no
vidrio opaco que engendra el ficticio confort de la miopía.
De de Anquín a Buela, por el camino de la gratitud.
Diego
Chiaramoni
Enero
de 2021