lunes, 9 de septiembre de 2013

APORTES DEL REVISIONISMO A LA HISTORIA NACIONAL


Adolfo Saldías.



Por Alberto González Arzac


           
En la segunda mitad del siglo XIX los vencedores de Caseros se aprestaron a organizar un país diferente a aquella Confederación soberana de la época de Rosas, que tras un intervalo de anarquía había logrado la unidad de catorce provincias del antiguo Virreinato del Río de la Plata.

            Domingo F. Sarmiento tuvo entonces la idea de orquestar una Historia deliberadamente encaminada a poner de resalto la significación del grupo de liberales que había combatido contra aquel gobernador: “Hoy es Rosas el proscripto”, exclamaba con tono triunfalista mientras reprochaba a José de San Martín el apoyo que prestó en vida al “tirano”.

            Tuvo entonces la ocurrencia de pedirle a Juan Bautista Alberdi una biografía sobre San Martín dándole instrucciones: “Fundemos de una vez nuestro tribunal histórico”, sostenía Sarmiento. Alberdi rehusó escribir con “condiciones impuestas a su juicio” y Sarmiento le contestó a manera de justificación: “una alabanza eterna a nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza y la condenación nuestra”.

            Aquella iniciativa sarmientina fue tomada años después por Bartolomé Mitre, a quien sus partidarios proclamarían padre de la “escuela histórica clásica” y fundador de los estudios argentinos a través de sus voluminosas obras sobre Manuel Belgrano y José de San Martín.

            Correspondió nuevamente a Alberdi objetar aquellos trabajos: “Mitre se apoderó de Belgrano y se constituyó su hijo adoptivo, escribiendo su vida y haciéndole su nombre y su propiedad”, decía. “Desde entonces, quien dice Belgrano dice Mitre, por más que Mitre no signifique Belgrano”. “Si Mitre se ha parado sobre la estatua de Belgrano para hacerse visible, Sarmiento se para encima de Mitre, o sobre los dos, con la misma mira”.

            Así fue como los claustros de la cultura consideraron que aquellas obras de  Mitre sobre Belgrano primero y San Martín después, fundaban los estudios históricos argentinos. No era cierto; numerosas memorias, autobiografías, ensayos y relatos formaban ya un cuerpo importante para informarnos sobre nuestra Historia, de la que fuera pionero un sabio napolitano, Pedro de Angelis, que había trabajado junto a Rosas durante dos décadas.

            Por eso en sus Escritos Póstumos puede leerse esta opinión terminante de Alberdi: “En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento y Cía., han establecido un despotismo turco en la historia, en la política, en la leyenda, en la biografía de los argentinos”.

            Todo lo bueno ocurrido en la época de Rosas había que olvidarlo en los cenáculos culturales, aunque haya quedado grabado en la memoria popular. A pesar de ello no pudo Mitre esconder la obra del ilustre de Angelis, al punto que en 1856 debió invitarlo para ser cofundador del Instituto Histórico y Geográfico.

            Aquel “tribunal histórico” sugerido por Sarmiento debía limitar la historia al periodo anterior al gobierno de Rosas, de quien sólo podía decirse que fue un “tirano sangriento”. Debía ser una historia amañada, una Historia Falsificada (como la llamaría años después Ernesto Palacio). Una historia sin indios, sin negros, sin gauchos; una patria sin tradición y sin pueblo donde la nación era una yuxtaposición de personalidades: “un país sin ciudadanos”, como en 1907 llegó a calificarlo Lucio V. Mansilla. Una historia dedicada a copiar instituciones foráneas y servir a intereses de los países “civilizados”, para superar la “barbarie” y el “caudillaje” de nuestras pampas.

            Todo eso se hacía con “mentiras a designio”, como reconoció Sarmiento. Su Facundo, lasTablas de Sangre de José Rivera Indarte o la novela Amalia de José Mármol, eran suficiente prueba para que ese tribunal histórico condenase los tiempos de la Confederación, cuando la “chusma” votaba sus caudillos. Y ese tribunal histórico condenó a Rosas como criminal de lesa patria sin permitir ni siquiera su defensa.

            Hubo un momento en que un admirador de Mitre, Adolfo Saldías quiso revisar la estigmatizada época de Rosas y comenzó a estudiar la historia con más prudencia y menos intencionalidad. Si había un tribunal histórico debía primar la justicia por sobre los intereses y la discriminación. Comenzó a releer  el Archivo Americano de de Angelis. Después llegó al archivo del propio Rosas, que el viejo gobernante había guardado cuidadosamente en su rancho del exilio y a su muerte Manuelita conservó en el hogar londinense de Máximo Terrero.

            Una vez que pudo estudiar la realidad argentina, tras largos trabajos y meditaciones, Saldías dio a conocer Rosas y su época en París: primer tomo en 1881, segundo 1884 y tercero 1887. Luego lo reeditaría con el titulo Historia de la Confederación Argentina.

            Fue el puntapié inicial del “revisionismo” surgido del seno mismo de la “escuela clásica”. Allí comenzamos a rectificar la historia que oficialmente se difundía. Mitre vio sacudir su trono de historiador oficial y le contestó indignado: “¡Cree Ud. ser imparcial; no lo es, ni equitativo siquiera!”.

            Desde entonces los historiadores se bifurcaron en revisionistas cuestionadores por un lado y por el otro los partidarios de la historia oficial. Fue largo y penoso el esfuerzo por corregir las falsedades. Con el tiempo se fueron sumando trabajos de Vicente y Ernesto Quesada y otros intelectuales que hacían coincidir sus criterios con arraigadas convicciones en el corazón del pueblo argentino, donde Rosas ocupaba un lugar importante.

            En 1922 un profesor universitario, el Dr. Carlos Ibarguren  escribió Juan Manuel de Rosas. Su vida, su drama, su tiempo y a él lo siguieron Ricardo Caballero, Dardo Corvalán Mendilaharzu, Evaristo Ramírez Juárez y otros que fueron confirmando la reivindicación de Rosas. Una nueva escuela histórica quedaba prefigurada. También en las provincias del interior del país hubo una revalorización de aquellos caudillos que gobernaron en tiempos de la Confederación Argentina. En 1938 Santa Fe celebró el centenario de Estanislao López y Alfredo Bello pedía desde allí la repatriación de los restos de Rosas, fundaba el Instituto de Estudios Federalistas para promover “una ya impostergable revisión histórica” y resaltaba la importancia constitucional del Pacto Federal de 1831.

            José Artigas, Martín Miguel de Güemes, Juan Bautista Bustos, Estanislao López, Francisco Ramírez, Facundo Quiroga y otros caudillos provinciales que habían sido difamados fueron obteniendo el reconocimiento de una historia que oficialmente los había tildado de “bárbaros”.

            Ese mismo año 1938 se fundó en Buenos Aires el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, decano del revisionismo argentino. Decía Arturo Jauretche que “Los historiadores revisionistas tuvieron que unir a su capacidad investigadora para penetrar en la oscuridad y ocultación organizada, una gran conducta, porque debieron afrontar el sistema de inteligencia, que así como premia con el prestigio y la difusión a los serviles de la falsificación, castiga con el anonimato o la injuria al verdadero historiador”.

            Ilustrados autores, como Manuel Gálvez, José Luis Busaniche, Guillermo Furlong, Mario Cesar Gras, José María Rosa, Diego Luis Molinari, Emilio Ravignani, Fermín Chávez y tantos más debieron correr esos riesgos, que en  algunas ocasiones llegarían a mucho más.

            Así fue como desde 1955 hasta 1982 era común que alguno de los integrantes del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas cayera preso o debiera exiliarse: John William Cooke, José María Rosa, Fernando García, Della Costa y otros fueron prueba de ello. Más aun, el 31 de julio 1974 Rodolfo Ortega Peña (que junto a Eduardo Luis Duhalde fuera autor de tantas obras históricas) resultó cobardemente asesinado en pleno centro de Buenos Aires y tras ello el Instituto (que hoy tengo el honor de presidir) cerró prudentemente sus puertas hasta 1984.

            Fueron diez años de exilio dentro del propio país hasta la instauración de la democracia. Como en tiempos de las catacumbas, los revisionistas debimos reunirnos en mesas de café para seguir cultivando nuestra historia, amenazados siempre por la represión de nuestras ideas y el silenciamiento de nuestras investigaciones.

            Paralelamente, otras vertientes del pensamiento se ocuparon de revisar la Historia Argentina, con autores como Liborio Justo, Jorge Abelardo Ramos, Jorge Enea Spilimbergo, Norberto Galasso y tantos más que han enriquecido el conocimiento del pasado argentino.

            Hoy el imperio de la democracia ha permitido confirmar la tendencia iniciada con los estudios de aquellos historiadores mencionados precedentemente y se continúa en otros que la enriquecen renovadamente.

            Cierto es que algunos medios masivos de comunicación tienen reticencias para divulgar nuestras investigaciones. También lo es que ciertos claustros y círculos culturales siguen silenciando nuestros trabajos. Esa es la Argentina del pasado que no resigna sus espacios;  la Argentina de los sectores dominantes, de la discriminación y de la historia falsificada. Pero la Argentina del futuro se edifica sobre un conocimiento profundo de su historia cultural, política, económica y social porque allí radica nuestra personalidad como Nación.

            Este ciclo sobre aportes del revisionismo a la historia nacional es una prueba de que no ha sido en vano el esfuerzo que realizaron antes de ahora esos historiadores a quienes rendimos nuestro sentido homenaje.