Apartando (Por Eleodoro Marenco). |
Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
En tanto en Europa arde la llama
luterana, los jesuitas adoctrinan las tribus del Orinoco y el Plata. España
declara, en medio de las selvas y el trópico americano, que la raza humana es
una sola y que “Dios, Nuestro Señor, que es único y eterno, hizo un hombre y
una mujer de los cuales todos descendemos”. Los indígenas americanos son
elevados a la categoría moral de los europeos y sobre dicha proclama filosófica
se alza el monumento del derecho indiano que regirá casi todo nuestro
pensamiento jurídico hasta el siglo XVIII. Los Cronistas de Indias, que el
propio Edward Fueter exalta en su verdadero mérito profesional, yerguen el
pórtico de la inteligencia y el espíritu de la América española trazando
los perfiles de nuestra credencial humana y explicando nuestra justificación
universal.
América es la pedana de la Contrarreforma. Los
estudios de Heinrich Wolffin han revalidado los valores estéticos adscriptos a
dicha manifestación teológica del “Gran Experimento”. El arte jesuítico es la
musa del porvenir, la tensión vibrátil, el triunfo de lo inestable y mudable.
La fórmula “dionisíaca” de Nietzsche se relaciona con los goces de la infinitud
que proporcionan los cuadros del Greco, los frontis barrocos.
España funda en el virreinato del
Río de la Plata
dos universidades filosóficas. Mejor dicho, teológico-humanistas. Los centros
de estudio de Córdoba y de Charcas crean en la Argentina el hombre
humano, el “humanista” cristiano que pone de moda en Europa, Juan Luis de
Vives, padre la psicología moderna. Es difícil descubrir hoy día la huella de
este ponderado equilibrio: Las casas universitarias austríacas y borbónicas
crean en el estudioso argentino la conciencia científica más alta al dar a
conocer a éste lo que cada cosa significa y su valor en el conjunto de las
cosas. Enseñan la única sabiduría posible, aquella que se funda en lo absoluto
y universal. En Córdoba y el Altiplano se forja el cerebro de la mayor parte de
los pensadores de la
Revolución. Más tarde, el pensamiento se regirá por experiencias sensibles,
abominando de los frutos de la deducción y trasladando el ejercicio de la
inteligencia al plano de lo dudoso e hipotético.
El pensador que ejerce mayor
influencia en la Argentina ,
en los siglos XVII y XVIII es el andaluz Francisco Suárez, considerado entre
nosotros como el lúcido y representativo filósofo posterior al Renacimiento. El
suarismo transforma a Córdoba (de la Nueva Andalucía ) en una Salamanca o Sorbona en lo
relativo a la seriedad de los intentos y los estudios. Se ha llamado a Suárez
“el segundo Aquino”. Los jesuitas de la colonia se plegaron también al
movimiento de restauración de estudios inspirado en la teoría de Santo Tomás.
En 1806 y 1807 los ingleses invaden
Buenos Aires y son derrotados ambas veces; las playas criollas brindan a España
el desquite de Trafalgar. La irrupción británica pone en revulsión ideas que se
habían mantenido estables durante más de dos siglos. Se expone el punto de
vista de las ideas de Calvino acerca de la santificación del éxito, la
consagración del triunfo material. Quién gana tiene razón. E Inglaterra parece,
desde hace un siglo, que estuviera habituada “a ganar”. Las ideas de John Locke
han arraigado en la América
inglesa y en Francia. Comienza un período de gran agitación y angustia
intelectual. Las facultades intelectuales de la Colonia entran en juego
libre y son puestas en función por la Revolución de Mayo. El triunfo sobre los ingleses
desemboca en la victoria de 1810, y dicha revolución, en el nacionalismo
político.
Veinte años más tarde, el argentino
intelectual se preocupa por definirse a sí mismo y definir el temperamento
patrio. A la vez, descubre nuevos caminos en el viejo mapa hispánico. Se
debaten los viejos temas de la
Ilustración , la fisiocracia, la política teórica británica,
el economismo y el sentimentalismo rousseauniano que había hecho arrancar
lágrimas al joven Napoleón.
Las doctrinas suaristas y tomistas
acerca del fundamento popular de la soberanía que se enseñaban en Córdoba,
proveen la base del fermento revolucionario de 1810. La propia España preparó
nuestra Revolución como lo hizo Inglaterra con América del Norte mediante el
ejemplo de la tradición parlamentaria y las enseñanzas de Locke. Un estudiante
de Salamanca, Manuel Belgrano, es el representante del movimiento emancipador
argentino mientras un soldado del rey, en España, José de San Martín, es autor
de la primera tentativa de “liberación latinoamericana”, como hoy se dice, con
punto de partida y asiento estratégico en Buenos Aires.
Estos datos sientan dos nociones que
debemos dejar precisadas desde ahora: la unidad histórica argentina indivisa
entre el período hispánico y el autónomo o independiente y el contacto en la Argentina de las ideas
puras con zonas alejadas aparentemente de su influencia, como la política y la
economía. El modernismo querrá torcer ese rumbo a principios del siglo XX, pero
sin resultado. El escepticismo, la indiferencia moral y política y el exotismo
no son plantas vernáculas entre nosotros. La botánica nacional no las admite.
La historia de la mentalidad argentina es la del pensamiento español y
americano con influencias francesas e inglesas, transformado en acción social.
Nuestra torre de marfil es torre sienesa, con merlones y aspilleras apercibida
para el ataque y la defensa diarias.
La búsqueda de Canaán
Se inicia la gran expedición exploradora
del siglo XIX. Es una centuria abierta por Bonaparte, un hombre de acción, y
clausurada por Emilio Zola, un heraldo de la acción social. Romanticismo y
positivismo, revolución y restauración. Fechas: 1830, romanticismo, 1859,
publicación del “Origen de las Especies”; 1893, “Datos inmediatos de la
conciencia”, de Henri Bergson. Darwin concibe, en un viaje planetario durante
el cual visita la Patagonia ,
en 1833, su teoría de la evolución. Conoce a Juan Manuel de Rosas, una fuerza
de la naturaleza americana, donde se proyectan nuestras virtudes y nuestros
defectos como en un colosal espejo cóncavo y en torno del cual se plantean los
problemas de la razón de Estado, la dictadura legal, la extensión del concepto
de gobierno popular, la órbita de la política y su integración ética, la
conciliación entre utilidad y conciencia o entre ley y libertad y la armonía entre
hombre y Estado. El pensamiento argentino durante medio siglo estará
emparentado con la problemática de la voluntad y el brazo de Rosas. El libro de
Darwin multiplica su retrato por el mundo.
El siglo XIX ha sido vilipendiado:
“estúpido”, se le llamó. No creemos lo fuese por sus errores y equívocos sino
por la absorción infrecuente de realidades a que obligó a una humanidad que no
contaba con elementos suficientes para clasificarlos y sistematizarlos.
Hablando concretamente, en el siglo romántico suceden muchas cosas. Las cabezas
vacilan en semejante mare-mágnum.
En el aspecto local, tan solo en los
casos de Rosas, la literatura gauchesca y el peronismo, la Nación ha actuado
“da se”, en el sentido imperioso que se otorga a esta expresión en Italia. Estalla
en el “Año X” una revolución que sueña con la libertad de todo alumbrada por el
espíritu de los mejores. Sus cerebros, Moreno, el deán Funes, Belgrano y
Monteagudo, comprenden súbitamente el carácter “americano” de la jornada. La
Argentina liberta a seis naciones hermanas. El desgaste de la jornada engendra
la anarquía y la restauración rosista. Rosas es una variante criolla del
“restaurador orbis” romano, del salvador del mundo antiguo.
Sobreviene luego nuestro 1848, la
Constitución de 1853. Se abre el lapso “tercera república”, que dura casi hasta
la segunda gran guerra, influido por el empirismo y el cientificismo
positivista. Nuestras musas son los hechos; nuestros dioses, el ferrocarril y
los laboratorios. La generación de 1880, cuyo “modelo” rige hasta la muerte de
Lugones y el prólogo de la hecatombe nietzscheana de 1939, extrema dichas ideas
hasta la exasperación. Sarmiento declara: “Hagámonos los Estados Unidos”,
Pellegrini exclama en Roma: “Nos salvaremos a fuerza de ser ricos”. Por primera
vez en el mundo, se pospone la gracia divina a Mammón. La Argentina intenta
salvarse a través del Becerro de Oro. Cuando alguien declara que no se puede
servir a Dios y a Mammón, la divinidad del dinero, descubre bien pronto que
Dios no existe. Pero ni somos ricos ni nos hemos salvado, como comprobamos
ahora.
Alberdi, Sarmiento y López difunden
el pensamiento empírico y positivo; lo cierran y superan Leopoldo Lugones y los
escritores, universitarios, poetas e historiadores políticos agrupados en torno
a centros de pensamiento como la facultad de Filosofía porteña, la Universidad
de Córdoba, donde se inicia la revolución universitaria mundial, según la
revista Facetas de Estados Unidos, medio siglo antes del triunfo de Marcuse, y
núcleos de revisión filosófica e histórica cuyas teorías, divulgadas y
generalizadas por una nueva prensa que comienza a florecer en torno de 1940,
abren el camino del actual estado social.
El retorno a la Edad de Oro
Dicho fenómeno consiste en lo
siguiente: las masas, consideradas hasta ayer como motores de acción
irresponsable, e incapaces colectivamente de cumplir una misión consciente, se
transforman en actores principales y corifeos del drama humano espiritual,
social o político del país. Un pueblo entero alcanza la autoconciencia. En la
alborada del Bicentenario, la Argentina se transforma en un noble laboratorio
de experimentos sociales y cultura colectiva.
Los rezagos liberales se confunden
con las avanzadas nacionales y populares en el 2010 como las aguas turbias del
Plata con el añil ultramarino de la embocadura del río materno (“argentino”
significa “platense”). Los nuevos escritores sostienen coordenadas espirituales
comunes. Creen en el destino universal y mesiánico de la Nación (“¡Hay en la
tierra una Argentina!” como proclamó Darío). El país, pese a la incredulidad de
muchos, tiene un destino profético, idea que surge espontáneamente en 1810 y
se aplica a los ideales liberales. Se
exalta la personalidad de la historia argentina como norma superior ética (San
Martín en Guayaquil). Arraiga el convencimiento de que debemos desarrollar una
especie de lección humana de generosidad y sentido festival y casi deportivo de
la vida regido por las supremas categorías latinoamericanas de la sobriedad y
la delicadeza.
Ha
existido una época de oro, una edad saturniana, en que el hombre era imagen de
Dios. Y todas las cosas, como canta el salmo del poeta David, “eran esclavas
del hombre”. Desde hace demasiado tiempo nuestra inteligencia se halla
consagrada al servicio de las cosas. Una nación, cuyo héroe civil continúa
siendo Sarmiento, un educador, lo menos que puede exigir de sí misma es liberar
a sus hijos de la ignorancia, la miseria y el crudo materialismo y hacer que
las cosas vuelvan al cometido bíblico de subordinarse a la voluntad del hombre.
Tal es la tarea que compete al pueblo del Bicentenario.